
Las emociones, aunque acompañan a las actividades intelectuales y volitivas del hombre al no ser voluntarias no entrarían en el ámbito de la libertad y de la moralidad.
En cambio, en la filosofía moderna y contemporánea hay un auge de las emociones y predomina el emotivismo moral iniciado por Hume en el que será el sentimiento de culpabilidad o de plenitud el criterio determinante de la moralidad de un acto. Este emotivismo es lógico que caiga en un relativismo moral.
En el otro extremo está la postura más estoica y el racionalismo ético de Kant y Hegel en el que los sentimientos tendrán un valor negativo de debilidad y por lo tanto el criterio a seguir para actuar libremente es el del puro deber. Esta manera de ver los sentimientos no es buena porque puede a la larga crear en nosotros un pensamiento dualista en el que pensemos que lo que nos produce gozo o placer es algo malo, minusvalorando lo sensible. En cambio, el deber siempre es algo bueno independientemente de nuestra reacción afectiva.
Con la postura con la que más coincido es con la de la filosofía clásica; la cual defiende que la correlación entre acción buena y gozo puede estar viciada, por lo tanto, va a requerir de nosotros un esfuerzo por integrar esos afectos y emociones en nuestra vida moral. García Cuadrado en “Antropología filosófica” (2019, p. 128) propone como solución que la afectividad debe estar educada por la voluntad y la razón, aunque a veces cueste. En los primeros años de vida aprendemos a valorar los bienes reales (la amistad, la compasión, etc.) y hay que aprender a adecuar nuestros sentimientos a esos valores. También la libertad nos ayudará además de la educación a configurar nuestro adecuado modo de sentir.
Aunque el cerebro emocional es más impulsivo es posible controlarlo y educarlo y por tanto los afectos pueden ser también reflexivos y deliberados por la persona que los padece. Un ejemplo sería cuando una persona se enamora, no es del todo voluntario que ocurra, pero sí lo es asumir libremente este sentimiento. Al asumirlo libremente y quererlo entonces se convertirá en un acto y un hábito de la voluntad.
Podemos concluir que una personalidad madura será aquella que consiga la integración armoniosa. La perfección moral está en hacer el bien con todas las potencias y capacidades de la persona. Podemos decir que la persona virtuosa es aquella en que los sentimientos refuerzan las tendencias específicamente humanas, por lo tanto, actuar virtuosamente no es como diría Kant actuar contra la inclinación, sino que es actuar desde una inclinación cultivada por las virtudes (MacIntyre, A., 1987, p. 189).
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