
La filosofía se pregunta por cosas cotidianas que las personas no se paran a pensar como la belleza, el placer, el gusto o la justicia. Para lo que el filósofo es un “problema”, para los demás es un presupuesto que no requiere más explicación que su propia afirmación. Una de las preocupaciones desde sus inicios de la filosofía es la cuestión de la belleza y de la relación que existe entre el hombre y los objetos creados por éste.
La rama de la filosofía que se pregunta por la belleza se denomina estética, y las preguntas que suelen surgir son: ¿Por qué nos gustan las cosas bellas? ¿Por qué las cosas son bellas? ¿Son bellas en sí mismas o en función de quién las contempla? ¿Tenemos un sentido innato que nos permite apreciar la belleza? ¿Se puede educar?
Es indudable que la estética tiene que ver con lo percibido por los sentidos y con la relación de un sujeto con algún objeto -un rostro, una música, un sabor-. Nos da un conocimiento de nosotros mismos porque nos habla del efecto que produce en nosotros alguna presencia, nos ayuda a tomar decisiones, a marcar un rumbo en nuestra vida y a saber lo que más nos hace disfrutar o producir placer.
A lo largo de la historia nos encontramos con quienes creen que la belleza existe en sí y con los que niegan la posibilidad objetiva de dicha belleza y tienen que someterse a la experiencia de su recepción para dictaminar que se trata de algo bello.
Ya en la Grecia Arcaica había dos tribus con las dos tendencias humanas que serán siempre objeto de tensión estética: la racionalidad y la expresividad.
Demócrito es el primer autor presocrático que reconoce el vínculo entre el receptor y la obra, es decir, reconoce el placer de la obra estética. Es el primer esbozo de lo que se desarrollará como concepto de experiencia estética y dejando claro que el ser humano tiene un sentido innato para crear o percibir belleza, que no es fruto ni de un arrebato divino, ni de unas musas.
Con los sofistas se abre el debate de la finalidad del arte que durará hasta hoy. Les preocupaba más generar placer en el espectador que llegar al término de la verdad de las cosas y, en definitiva, de la objetividad de la belleza. Lo plantearon como la capacidad de producir placer a la vista y al oído, y valoraban la belleza en función de quién la contempla más que en sí misma; tenían una concepción hedonista y subjetiva, no tanto porque una misma cosa pudiera ser bella para uno y fea para otros cuanto que no era propiedad del objeto, sino algo que sucedía en el sujeto.
En el diálogo de Hipias Mayor Platón establecerá hasta cinco formas de entender lo bello: lo bello es lo conveniente, lo bello es lo útil, lo bello es lo que sirve para lo bueno, lo bello es un placer para la vista y para los oídos y lo bello es la grata utilidad.
Platón muy sabiamente rechaza la postura socrática de considerar lo bello como lo conveniente porque considera que lo adecuado o lo conveniente puede ser un medio para llegar a lo bueno, pero no es lo bueno por sí mismo, mientras que lo bello es siempre bueno. Y en cuanto a lo que consideramos bello porque produce placer al oído o la vista, que es la posición de los sofistas, no le parece tampoco correcto porque el placer que es efímero no puede definir la belleza ya que no siempre está vinculado, teniendo en cuenta que para Platón el concepto de belleza es también la sabiduría, la virtud o los actos heroicos.
¿De qué depende esta belleza en Platón? De los valores estéticos objetivos –de forma, color, armonía y simetría- y de los valores morales, de aquello que es digno de admirar. El concepto de belleza no difería demasiado del concepto de bien; de hecho, en el Banquete tenemos esa identificación y en Fedro además de bueno y bello se une lo verdadero.
Más adelante, en la Edad Media, Santo Tomás da una explicación completa de por qué es objetiva la belleza y cómo se puede medir. Afirma que solo el hombre puede recrearse en la belleza de las cosas por sí mismas y no por otro motivo ulterior; es decir, un objeto es bello, no porque se experimenta estéticamente sino al contrario, se experimenta estéticamente porque es bello. La belleza es por tanto una cualidad objetiva y como cualquier otra cualidad objetiva puede ser analizada y puede definirse sus características.
El instrumento estético por excelencia es, igual que en Kant, el juicio, aquello que nos conviene o que no nos conviene. Hay dos tipos de juicios: el natural y el racional según la vis estimativa, sea naturalis o cogitativa. Mientras que el primero se puede percibir ya en los animales, el segundo es exclusivamente humano. El placer que se siente frente a un objeto bello no es, pues, corpóreo, sino intelectual. Lo que constituye la belleza de lo real no es la apariencia sensible de las cosas sino la forma inherente a ellas que le ha conferido Dios.
En el barroco se da el gran giro de la estética y las cosas ya no se representan tal y como son sino tal como las ve el artista. La belleza se relativiza y se pasa de la belleza única renacentista, basada en la ciencia, a las múltiples bellezas según el gusto del receptor. Aparece en el arte un nuevo componente de imaginación, reflejando tanto lo fantástico como lo grotesco. El objeto de interés ya no será su objeto, ni sus cualidades, sino el receptor. Se empieza a analizar los procesos de relación entre el receptor y la obra.
Para entender este giro en la estética hay que tener en cuenta el giro epistemológico y antropológico que se produce en la modernidad. El centro de atención estará en el hombre y no tanto en la realidad, hay una preocupación por conocer con certeza las cosas y el subjetivismo es lo que impera en todos los ámbitos. Asimismo, ocurrirá en la estética.
El tema de interés cambia radicalmente: ya no es el objeto –la obra de arte- el tema principal, sino el sujeto que la recibe. Esto significa que bello es aquello que proporciona al receptor un determinado placer; la belleza se define en relación al sujeto y su reacción.
Poco a poco desde la modernidad se va cayendo en un relativismo en todos los campos, en la moral, en la política y en el arte. Por influencia del empirismo se acentúa el reconocimiento de la independencia del sentimiento respecto de la razón.
Así que en la estética hemos pasado de analizar la proporción y la armonía de los objetos por si cumple con los cánones de belleza por parte de los clásicos a afirmar por parte de Hutcheson que el concepto de armonía está en la naturaleza del sujeto, que es el que aprecia lo uniforme en la variedad.
Si se lee a Pitágoras, a Platón, a Aristóteles o a Santo Tomás se puede ver un esfuerzo por definir la objetividad de la belleza y por analizar qué condiciones se cumplen para poder distinguir un objeto bello de otro que no lo es con un poco de objetividad. Al igual que Pitágoras para Santo Tomás la belleza requiere la satisfacción de tres condiciones: la primera es la integridad perfección del objeto, pues lo que es defectuoso es en consecuencia feo; la segunda es la proporción debida a la armonía; la tercera es la claridad pues de las cosas que poseen un color brillante se dicen que son hermosas.
El idealismo iniciado por Kant y el Romanticismo no ayudó a que se volviera a una objetividad en el pensamiento. Las consecuencias de esto es que desde la modernidad se ha querido suplir las certezas del ser humano en temas antropológicos, éticos y metafísicos con la política y con reglas racionales. Al producirse un fracaso en política por las consecuencias tan desastrosas que han provocado los nacionalismos y los totalitarismos del siglo XX el hombre se encuentra sin rumbo y surge la necesidad de una nueva corriente filosófica que es el existencialismo. Los dos apoyos que son la política y la razón no se tienen y surge la posmodernidad. La posmodernidad en vez de construir sólidamente ahonda en esas deconstrucciones de las certezas. Certezas como el concepto de sexo biológico o el de certeza moral del bien y el mal desaparecen y hay una sensación de vacío, con una gran sustitución que es el capitalismo como sentido de la vida y no sólo como sistema económico. En el arte ocurre lo mismo, ya no hay certezas, no somos capaces de definir cuál es el verdadero, sino que lo decide el mercado; también en otros temas como en lo político o en la moral estamos a la deriva de los medios de comunicación, de los intereses económicos y de la opinión de las masas. ¿Tendrá razón el filósofo francés contemporáneo Gilles Lipovetsky cuando aporta una solución en sus libros La era del vacío y La estetización del mundo cuando dice que hay que vivir en la época del capitalismo de reconstruir con categorías nuevas las certezas actuales?
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